CAMPEONES AUSTRALIANOS DE "SURF", por Dennis Lalanne.

En mis inicios como periodista deportivo, y de acuerdo con las notas de mi cuaderno, Australia no era más que otra etapa del circuito mundial de rugby. Siguiendo a la selección francesa, y tras el estrepitoso fracaso del equipo en el terreno de los "All Blacks", la llegada al campo del Sydney Cricket Ground, en Brisbane, me pareció menos hostil, y eso que los jugadores australianos de rugby tenían la genuina imagen de un deportista del quinto continente: eran rudos, francos y leales, además de tener un aspecto un tanto reservado debido, sin duda, a la tradición británica que habían heredado. 

Cuando volví a Sydney poco tiempo más tarde, con ocasión de un partido de tenis de la Copa Davis, me encontré con que Australia había cambiado mucho; el progreso había transformado rápidamente aquel país que recordaba adormecido y apenas explorado. Vi a unos Papas Noels sudorosos a la salida de unos grandes almacenes recibiendo a sus clientes. Me llamó la atención la animación de King Cross por la noche, las luces de neón, las construcciones, la mentalidad progresista de sus habitantes y otros muchos detalles que demostraban que Australia se había desembarazado de la antigua rudeza y del aburrimiento que entorpecían su desarrollo. Por supuesto volví a encontrar a mis rudos, francos y leales amigos, que ahora poblaban, fuertes y bronceados, los extensos kilómetros de playa que forman la Gold Coast entre Queensland, Nueva Gales del Sur y Victoria. No exagero al decir que estaban como peces en el agua. En realidad, tras aquella visión, pensé que a todas las especies de peces habría que añadir la de los jóvenes australianos, de los que casi podría decir que parecían haber nacido en el agua.

Los australianos siempre sintieron especial atracción por la naturaleza, tal vez por la necesidad de contar con ella tanto en las circunstancias adversas como en las favorables, para vencerla o ser vencidos por ella. El continuo contacto con el mar, y el perfecto conocimiento de éste, de las playas y de sus rompientes, ha provocado y favorecido la proliferación de las mil variedades de surf que se practican en el país. En Australia no se llama surf exclusivamente a la práctica de ese deporte que emplea una plancha y que se comenzó a practicar en Europa a finales de los años 60, sino a toda una serie de deportes derivados de éste.

El surf no fue descubierto por los australianos hasta 1915, cuando el famoso nadador hawaiano Duke Kahanamoku hizo una exhibición en Freshwater Beach, Sidney, delante de numeroso testigos atónitos que probablemente, y en aquel momento, estaban muy lejos de imaginarse que aquella antigua diversión de los reyes hawaianos haría furor en su propio país 50 años más tarde. Pero es preciso haber asistido a un festival de surf para tener una ligera idea de todos los significados que un australiano puede sentir al oír esa palabra.

Surf quiere decir oleaje, ola, resaca; surfing, el arte de desplazarse, jugar y dominar el oleaje y la resaca. La práctica de este deporte ha arraigado tan profundamente en los australianos que podría afirmarse que un festival de surf representa en realidad una conmemoración de la unión de Australia con el mar que le circunda. La celebración de un festival es un acontecimiento que moviliza a todo el país, y en el que puede decirse que toman parte más o menos activa todos sus habitantes. Recuerdo que en cierta ocasión paseaba por Sidney en compañía de Ron Clarke, que había ganado numerosas veces el título mundial de carreras pedrestres. Era la época en que sus fugaces viajes a Europa bastaban para llenar los estadios. Pues bien, su paso por las calles de Sidney no suscitaba la menor muestra de interés. La gente solo se dignaba a fijarse en él en Melbourne, su ciudad natal, y eso porque entrenaba con un chandal multicolor y en una avenida muy concurrida. Pero que nadie intente pasearse a solas con Nat Young por cualquier ciudad australiana si no quiere llevarse un buen susto al verse rodeado por una multitud. Porque Nat Young es el rey del surfing; un joven idolatrado por los suyos, a quien se disputan todas las cadenas de radio y televisión, y que cuenta con miles y miles de admiradores.

A Nat Young le precedió en fama Bernard "Midget" Farrelly, siete años mayor que él, primer campeón de su especialidad y "culpable" del fulminante éxito con que se extendió el surf en su país. Farrelly, hijo de un taxista de Sidney, fue el primero que, en 1963, logró vencer a los americanos y hawaianos, y en convencer a todos los australianos de su edad de que "ningún espectáculo del mundo supera en belleza al de un hombre que se enfrenta con su traje de baño una enorme y amenazadora ola verde, empleando como única arma un perfecto control de movimientos".

Otra figura reconocida es Wayne Lynch. "Yo me evado. Huyo de la sociedad. Mis planchas y la playa son mi vida. No, no soy un happy, pero en el mar me siento libre. Cuando estoy en sociedad, me siento lleno de complejos. No me gustan las reglas ni las obligaciones sociales que atan a las personas. Me gusta el aire libre, el mar, las olas. La gente hace leyes y se somete a ellas, sin darse cuenta de que vive encarcelada. Pero yo quiero vivir; vivir libre".

El surf es un deporte y un modo de vida al mismo tiempo. Pero no nos alarmemos demasiado por las historias que se cuentan. Es verdad que entre los que lo practican existen algunos gamberros, jóvenes rebeldes que pertenecen a una banda, cabalgan en ruidosas motos y llevan un distintivo en la espalda. En Sidney, en las playas de Manly o Bondi, ha habido verdaderas batallas campales: en 1963, una pelea entre surfers y rockeros terminó con 90 heridos graves sobre la arena. Pero estos maleantes son solo una minoría: la gran masa de surfistas son amables y correctos; no hacen daño a nadie con sus pequeñas manías, con encender un fuego en la playa, ponerse trajes pintorescos o utilizar para ir a la playa un coche viejo pintarrajeado en el que se amontonan hasta 10 personas.

Podemos imaginar perfectamente la sorpresa que se llevarían unos astronautas venidos de otro mundo si su ovni se posara, por casualidad, y entre septiembre y marzo, en cualquier playa del norte de Sidney; en Deewhy Point o en North Narrabeen; en Fairy Bower o en Freshwater Bay, al ver a los surfers emergiendo de las espumosas crestas a la misma velocidad que las olas, y sin la ayuda de ningún ingenio; la imagen les podría llevar a pensar que tal vez el ser humano descienda de los peces; o incluso imaginarse que en nuestro planeta existe una especie de hombres-peces. Pero su sorpresa se convertiría en asombro ante el espectáculo de un homo-surfus cogiendo su plancha predilecta (un big-gun de tres metros y medio, o de una plancha de poliéster más moderna y más corta, de dos metros y medio), metiéndose en el agua y cabalgando sobre las olas, como un dios del mar. Pero aún en el caso muy poco probable de que los visitantes del espacio se acercaran a un homo-surfus no entenderían nada: hay que tener en cuenta que incluso a un ser humano normal le resulta ininteligible el lenguaje de un surfboard-rider, puesto que éste habla el "surf", una lengua desconocida hasta nuestros días. Yo ya lo había comprobado en Biarritz, donde los surfistas californianos y australianos, que no sabían ni una palabra de francés, se entendían a las mil maravillas con los surfistas del país, que a su vez no entendían ni una palabra de inglés. Decían: quasimodos ... hanging five ... hanging ten ... flick outs .... wipe outs for hodads ... coffin-riding the heavies .... sliding ....

Pero todas estas extravagancias no quieren decir que el surf sea exclusivo de un sector de la sociedad, o un privilegio que sólo pueden disfrutar los jóvenes atletas con determinadas aptitudes físicas. Este deporte se puede practicar con toda sencillez sin pertenecer al mundo de los beat-nicks, y desde luego sin tener que adoptar costumbres, ropas o reglas que no sean absolutamente normales. El surf es un deporte apasionante, que desarrolla armoniosamente los pectorales y los deltoides, puesto que para llegar hasta la ola hay que tumbarse boca abajo sobre la plancha y remar únicamente con los brazos. Este ejercicio proporciona al que lo practica una sensación de poder, de conquista, de vuelta a la naturaleza; una sensación de riesgo y de libertad. Los surfistas suelen ir en grupos para protegerse en caso de peligro. Pese a la solidaridad que los caracteriza, estos deportistas siguen estrictamente una regla de la que hacen cuestión de honor: la ola pertenece al que llegue a ella primero.

Australia se ha puesto rápidamente a la cabeza en la práctica y desarrollo del surf, en donde ha desplazado a californianos y hawaianos. Los fabricantes de planchas de madera han inventado una nueva variedad de formas, y sus campeones han desarrollado toda una serie de técnicas nuevas, algunas de las cuales, como por ejemplo la del roller-coaster, que consiste en caer desde lo alto del remolino de la ola, han dejado muy anticuado el clásico toes on the nose.

Parte primordial del éxito de este deporte en Australia reside en su espléndida naturaleza y en sus playas. En este continente quizás no se den muy a menudo las gigantescas olas de las playas hawaianas de Waikiki o Banzai, pero no existe ningún otro país que ofrezca una cantidad tan considerable de olas durante todo el año, encrespadas por el viento de tierra, que hacen las delicias del surfista.

El paraiso del surfing australiano se encuentra indudablemente en la costa de Queensland, situada al sur y al norte de Brisbane. Las playas de Coolangatta, Tweed Heads, Currumbin, Maroochydore, Mooloolaba, Coolum Noosa también hacen las delicias del hot-dogger. Pero en sus aguas acecha el peligro de los tiburones, habitantes comunes de los mares australianos. Son de sobra conocidas las terroríficas historias de bañistas que han sido devorados en el Shark Alley o el denominado pasadizo de los tiburones, entre Queenscliff y Bombora. Para defenderse de este enemigo común, los surfistas han convenido una señal de alarma que consiste en levantar los brazos verticalmente por encima de la cabeza. Inmediatamente las campanas de los puestos de vigilancia dan la alarma. Pero los surfistas no huyen ni se inquietan lo más mínimo. Con soberbia indiferencia vuelven a ponerse de pie sobre la plancha y a bogar dulcemente sobre su débil esquite hasta que desaparezca la alarma. Porque curiosamente, según se ha comprobado innumerables veces, en los lugares donde se multiplican los surfistas, los tiburones retroceden y se van. Es como si reconocieran que los dueños de las olas que se elevan constantemente no fueran ellos, sino los jóvenes e intrépidos deportistas que surcan y dominan el mar sobre sus planchas de poliéster.