Juan Abeledo Caridad

Hoy hemos recibido la triste noticia del fallecimiento de Juan Abeledo Caridad. Independientemente de su valía y trayectoria personal, Juan ostenta el mérito de ser el primer surfista en coger olas en Doniños, su primer local. A partir de ahora ya no tendrá límites para coger las olas que tanto echaba de menos. Este es nuestro homenaje.

La de Juan era una de esas entrevistas que por accesible iba posponiendo. Había hablado con él sobre sus inicios en el surf en varias ocasiones, por lo que muchas de sus anécdotas de aquellos años ya las conocía. Sólo me faltaba recoger de él el relato que las uniese. Finalmente un día, al pasar por delante de su casa de vuelta del trabajo, me decidí. Cogí una libreta, un bolígrafo y subí a hacerle una visita. 

Antes de entrar en su terreno, el ruido de una radio encendida me anunciaba que estaba en casa. Lo encontré trabajando en el jardín, vestido con un buzo azul manchado de pintura, y tal y como me dijo, “de reformas”. La casa, situada en una de las laderas del valle de Doniños, posee unas excelentes vistas al lago y a la playa. Sus padres la levantaron en los setenta, aprovechando los fines de semana y las vacaciones, con pocos medios, pero con gusto e inteligencia. Está orientada al Sur, por lo que las habitaciones, pintadas de blanco, están llenas de luz. El jardín tiene el tamaño justo para que su mantenimiento no precise de demasiado trabajo, con una hierba propia de las zonas acantiladas que, además de ser resistente al ambiente marino, se caracteriza por crecer en horizontal, generando una malla tupida y agradable de pisar. Al lado de la casa hay un garaje lleno de objetos curiosos. Aparte de “La Gaviota”, la tabla de su padre, te puedes encontrar con una Rufo´s o con una tabla construida por Félix Cueto. Pero también con varios trajes de buceo, objetos recogidos en la playa, un monopatín construido en Bazán… Pocos han disfrutado de Doniños tanto como Juan y sus padres, y muchas de esas experiencias y recuerdos se encuentran guardados en este garaje.

 “Antes de conocer el surf, mi relación con el mar venía de vivir en la playa y de la pesca submarina, de la cual aprendí todo de mi padre. Con él y otros amigos descubrimos los secretos del tramo de costa que discurre entre Outeiro y la Isla Gabeira. Cada roca, caverna y cueva la exploramos buceando.

 Un día, un compañero de mi padre en el astillero le trajo de Estados Unidos un ejemplar de la revista Surfing. No recuerdo si fue un encargo de mi padre, pero el hecho es que aquella revista llegó a nuestra casa. A mi padre le entusiasmaba, y estaba una y otra vez con el tema del surf. Repasamos las imágenes que contenía innumerables veces. Las olas que aparecían en las fotografías eran como las que veíamos romper en Doniños, por lo que concluimos que lo que hacían esas personas también se podía hacer en nuestra playa. Sentí entonces las ganas, por no decir la necesidad, de coger yo también olas imitando a aquellos surfistas. Sólo había que hacerse con una tabla. Pero lo difícil era lograr una. Mientras no llegaba la oportunidad, me lancé a coger olas con lo que tenía a mano: mis aletas de bucear. En aquellos primeros intentos de deslizamiento me ayudó conocer la playa y sus corrientes. Pronto estaba cogiendo olas con el cuerpo. A las aletas les siguió una colchoneta hinchable con la que cogíamos las olas con mayor facilidad, además de lograr más velocidad gracias al impulso que nos daban las aletas. Aquello se parecía cada vez más a lo que suponíamos debía ser el surf.

 El último paso lo di en 1972. Estaba haciendo el servicio militar y, a través de varios compañeros de Cantabria, supe que allí ya se practicaba surf. Aprovechando un permiso, me vestí de marinero, y con los ahorros de un año en el bolsillo, hice autostop hasta Santander. Allí mis conocidos me pusieron en contacto con la gente que surfeaba, a los que compré mi primera tabla por algo más de mil pesetas.

El trayecto de vuelta sólo lo pude hacer a dedo hasta Gijón por culpa de la tabla. Además de la extrañeza que causaba a la gente verme con aquel artilugio que no sabían qué era, los que paraban tampoco sabían cómo acomodarla en el coche. Así que al llegar a Gijón no me quedó más remedio que coger, con el dinero que me había sobrado de la compra, el ferrocarril de vía estrecha que unía Ferrol con Bilbao. Cansado por el viaje, en algún punto del trayecto me quedé dormido. Cuando desperté, me asusté al comprobar que el tren estaba parado y el vagón vacío. Corriendo bajé del tren y me dirigí al Jefe de Estación, que al verme, se asustó tanto como yo al despertarme. Tras preguntarle qué pasaba, y con una cara que mezclaba la sorpresa con la incredulidad, me contó que en esa estación la mitad del convoy se desenganchaba para regresar a Gijón, mientras que la otra mitad avanzaba hacia Ferrol. ¡Me había quedado en la parte de Gijón! Vía telefónica se puso en contacto con las siguientes estaciones, en una de las cuales el tren me esperó. Aún recuerdo aquel viaje, de estación en estación, a toda velocidad en el Simca 1000 del Jefe de Estación y con mi tabla nueva sobresaliendo por una de las ventanillas del coche. También la cara de los demás viajeros al verme llegar con mis bártulos. Me imagino que aquella era la primera vez que veían una tabla de surf. 

La tabla, de color marrón, era preciosa, pero no había por donde cogerla en el agua. Era muy pequeña para mi nivel. Tras probarla y luchar con ella, me quedé con la sensación de que me habían engañado. Pero era lo único, gastados los ahorros, que en aquel momento me podía permitir, así que aquella fue mi tabla durante un tiempo.

 Al año siguiente, empecé a estudiar la carrera de Náutica en A Coruña, y enganchado al surf, llevé conmigo la tabla. Allí entré en contacto con la gente local. Casi al mismo tiempo debimos conocernos y ellos descubrir Doniños, pues no lo hicieron a través de mí. Con la gente de Coruña trabé rápidamente una profunda amistad. Juntos surfeábamos durante el invierno en el Orzán, Santa Cristina, Barrañán, Sabón, Nemiña, Malpica, o la playa de Baleal, a dónde íbamos cuando el mar estaba pasado. Entramos alguna vez en O’ Camallón, en donde, y cuando venía la serie, te tenías que agarrar a las algas para que las olas no te arrastrasen al romper. La bajada era impresionante. En verano nos encontrábamos en Doniños. Disfrutar en Doniños de las olas en solitario, o con unos pocos amigos, fue un privilegio.

 Al contrario de lo que pueda parecer por mi profesión de marino, no surfeé en ninguno de los países en los que estuve. Lo intenté en mi primer embarque. La ruta recorría el Cantábrico y, antes de partir, tenía la esperanza de ir haciendo surf en cada una de nuestras escalas. Pero la realidad es que la tabla no bajó del barco y se convirtió en un incordio. El espacio en el camarote era limitado y la tabla ocupaba una barbaridad. Tampoco me permitían tenerla en cubierta. Tras aquella experiencia, decidí no volver a llevarla.

 Fuimos pocos los que en Ferrol nos iniciamos en el surf en la década de los setenta. Oi de unos hermanos, los Maneiros, que se las apañaron con un molde para fabricar dos tablas. Sabía también de Maso y del grupo de socorristas de Valdoviño. Con Maso coincidí en Náutica. En Doniños, mi padre y los Antón fueron los primeros. Más tarde comenzaría Juan Chedas, los Couto y los Montalbo. También una chica, Cristina, que venía a pasar los veranos a Doniños, y a la que su padre le compró una tabla. Pero fue algo esporádico. Un capricho de verano. En Coruña éramos más, ya que la cercanía de las olas del Orzán facilitaba las cosas. Hubo una época en la que conseguimos que nos dejasen cambiar y guardar las tablas en los bajos de la Sociedad Deportiva el Orzán. Poder utilizar sus vestuarios no sólo nos permitió refugiarnos de la lluvia y el viento, sino que también nos abría la posibilidad de una ducha de agua caliente al salir del agua, lo que era un lujo.

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En aquellos años, el día a día en Doniños era bien distinto al de hoy. Aparte de que venía menos gente a la playa, la actividad del Campo de Tiro de la Armada limitaba lo que se podía hacer. Los militares empleaban a su antojo las dunas, el lago y los terrenos colindantes, y aquello a veces generaba tensiones. Por ejemplo, un día en el que volvía andando desde Penencia hacia Outeiro, unos soldados me dieron el alto en el medio de la playa y no me dejaban pasar. Les expliqué que era el ayudante del socorrista de Doniños y que tenía que atravesar la playa para cumplir con mi tarea. Pero los militares no atendían a razones. Me pidieron la documentación, pero me negué a entregársela. Entonces me apresaron, me llevaron al campo de tiro y llamaron a la Guardia Civil. Los vecinos avisaron a mi madre, que al conocer la noticia, subió corriendo. Cuando llegó, la Guardia Civil ya estaba allí. Con los nervios a cien, a mi madre no se le ocurrió otra cosa que amenazar a la Benemérita con poner el tema en conocimiento de “Comisiones Obreras” (ella, en realidad, quería decir la Cruz Roja). Pensé que aquello era mi fin. En aquellos años, Comisiones Obreras, como otros sindicatos, eran ilegales, y sus simpatizantes estaban perseguidos. Para mi sorpresa, y gracias a la intervención del Jefe del Destacamento, me liberaron.

También andaban a tiros por los alrededores del pueblo en sus ejercicios, hasta que llegó un momento, con la democracia instaurada, en que la gente comenzó a protestar por el ruido excesivo que venía desde el Campo de Tiro y la presencia de explosivos sin detonar en las dunas (en los noventa la Marina limpió las dunas de granadas de mano). La gota que colmó el vaso fueron varios accidentes. De uno de ellos fui protagonista. Ocurrió una mañana de un domingo de mayo de 1977. Estaba cogiendo olas en el medio de Doniños junto con mi amigo Quique, cuando comenzamos a sentir que algo agitaba el agua. De pronto sentí un golpe fuerte en la espalda. Pensé que era un abejorro, hasta descubrimos que lo que estaba cayendo eran balas. Salimos del agua tan rápido como pudimos. Un pequeño hilo de sangre brotaba de mi espalda. Ya en tierra, gateamos por la arena arrastrando las tablas buscando la protección de las dunas. Desde la playa nos dirigimos a la puerta del Campo de Tiro, en donde nos encontramos con el oficial de guardia. Tras examinar mi espalda, me puso una tirita. También nos recriminó por estar bañándonos en una zona prohibida. Fue entonces cuando vimos la bandera roja (era la señal con la que los militares cerraban la playa). ¡La habían izado y empezado a pegar tiros sin haber comprobado si había gente en el agua! Con la tirita puesta fui al médico en compañía de mi padre. Me miraron por rayos y descubrieron que tenía una bala entre la quinta y sexta vértebra. El proyectil no había ido más allá gracias a que en su trayectoria se frenó con la cremallera del traje. Me operaron y, cuando salí del hospital, me presenté en el Cuartel General de la Armada y pedí que me recibiera el Capitán General. Enseguida lo hizo y le pedí explicaciones. Pero sus únicas palabras fueron reproches y recriminaciones. Se negó a creerme cuando le dije que no estaba izada la bandera roja. Nuestra diferencia de opiniones llevó a que me invitara a abandonar su despacho, lo que hice de inmediato dando un portazo. Se me pasó por la cabeza denunciar el caso, pero un abogado me aconsejó que no moviera el asunto. Estaba empezando la transición, y los militares todavía tenían mucho poder. Pasado el revuelo que causó el incidente, el Jefe del Destacamento nos reveló que la bala provenía de la pistola de un civil que estaba practicando el tiro sin autorización oficial en la galería de la instalación militar. Al parecer el individuo creía que estaba disparando a delfines”.

La tarde pasa y es momento de dejar que Juan siga con sus “reformas”. Antes de irme se acerca a nosotros Jon Jon, su gato. Lo más fácil sería pensar que recibe este nombre en honor a J.J. Florence, pero me gustaría creer que no es así, y que tal nombre corresponde, en realidad, a otro “Juan Juan” que ambos apreciamos mucho. Lo miro, y como si estuviese leyendo mi mente, me sonríe con un gesto de afirmación.

Libros del Océano